Una tarde de diciembre saqué a pasear a mi perro Theo, y sin buscarlo ni planificarlo, me encontré un gatito bebé en la calle. Estaba solo, chiquito, y me miró con esos ojos que fue imposible seguir de largo. Lo levanté y me lo llevé a casa. Fue una de esas decisiones impulsivas que se toman sin pensar demasiado, pero que terminan marcando un antes y un después. Se llama Pomelo. Y desde ese día, todo cambió.
Lo adoro, pero desde que llegó mi vida se transformó en un convivir con lo impensado. Tira cosas, se mete en donde no corresponde, duerme en la ropa limpia, interrumpe mis reuniones virtuales y, además, se enfermó más de una vez. Aprendí a convivir con lo inesperado, con la inestabilidad y a pensar en escenarios posibles. Comencé a observar mejor, a tratar de anticiparme y, sin saberlo, terminé aplicando el análisis de riesgos.
Este concepto suele asociarse a grandes empresas o decisiones
importantes, pero también se aplica en la vida cotidiana, aunque muchas veces
no lo sepamos. El análisis de riesgos implica identificar aquello que podría
salir mal, estimar qué tan probable es que eso ocurra, evaluar qué
consecuencias tendría, y decidir qué hacer al respecto; en otras palabras, es pensar
con un poco más de previsión.
Existen cuatro estrategias principales: evitarlos, transferirlos,
mitigarlos o aceptarlos. Cada una sirve para diferentes tipos de situaciones, y
ninguna es perfecta. De lo que sí estoy segura, es que convivir con un gato me
dio una oportunidad constante de poner en práctica cada una de esas respuestas.
La primera gran lección llegó una mañana mientras trabajaba.
Estaba haciendo unas presentaciones mientras tomaba mate con muchos papeles
sobre el escritorio. De repente, él apareció y con un movimiento de su cola
desparramó el mate sobre todos los papeles. Después de eso, aprendí que, si
algo puede ser tirado, probablemente lo sea. Así que decidí reorganizar todo.
Saqué objetos frágiles de su alcance, reubiqué plantas y adornos, dejé de
confiar en que esta vez no va a pasar. En términos de análisis, fue una acción
clara para evitar el riesgo, modificar las condiciones para que el problema no
pueda darse.
Pero no todos los riesgos pueden evitarse. A veces llegan sin
previo aviso, como cuando se enfermó. Un día estaba raro, no quería comer,
vomitaba y se escondía. Lo llevé al veterinario, le hicieron estudios, y si
bien no era grave, toda la situación fue una gran eventualidad. Tuve que
reorganizar mi día, faltar al trabajo, y hacer frente a un gasto que no tenía
previsto. Fue en ese instante que pensé en transferir el riesgo. Así que desde ese
momento empecé a juntar un fondo de emergencia. No va a eliminar el problema,
pero sí será un alivio a las consecuencias económicas. Es una forma de
prepararse, de distribuir mejor el impacto.
En otros casos, no pude evitar nada ni delegarlo, pero sí intenté
reducir las consecuencias. Él tiene la costumbre de acostarse en los lugares
más inoportunos: sobre la notebook, en la ropa limpia o en el medio de la mesa.
A veces siento que lo hace a propósito, pero sé que no es así. Busqué formas de
hacerlo elegir otro lugar. Le compré una cucha mullida (que al principio ignoró
como todo gato) para que este en un rincón cerca mío, le puse una manta al sol,
le ofrecí muchas otras alternativas. Y aunque no siempre funciona, muchas veces
si lo hace. Eso es mitigar el riesgo, no impedir que ocurra, pero sí disminuir
la frecuencia, la duración o el daño que causa.
Y después están las situaciones que simplemente hay que aceptar, porque
por más estrategias que aplique, hay momentos en los que no puedo hacer nada.
Puede decidir romper algo sin ninguna razón, meterse en una bolsa que acabo de
cerrar, o acostarse en el medio de la mesa cinco minutos antes de que lleguen
visitas. Aceptar, no significa resignarse, sino comprender que no todo se puede
controlar; que hay riesgos que son parte natural del entorno, y que el esfuerzo
por eliminarlos sería más costoso que el propio daño. En definitiva, aceptar
también es una forma de decisión.
Con el paso del tiempo también entendí que el análisis de riesgos
no se hace una vez y listo. Es algo constante, que se revisa, se ajusta, se
adapta al paso del tiempo. A eso se refiere el control del riesgo, a verificar
si lo que una hizo funciona, corregir si no dio resultado, y reprogramar todo
si las condiciones cambian. Este ciclo de observar, probar y ajustar se volvió
parte de mi rutina sin que me diera cuenta. Y no solo con él, sino también en
cómo organizo mis cosas, mi tiempo, mis reacciones.
Lo más curioso de todo esto es que nada fue planificado, y gracias
a esa decisión repentina e inesperada, terminé entendiendo y aplicando una
herramienta que parecía lejana y técnica, pero que ahora se volvió completamente
cotidiana. El análisis de riesgos no es solo para grandes obras o decisiones
empresariales, también es para quien quiere vivir con un poco más de calma en
medio del caos, para quien aprende a anticiparse, no para tenerlo todo bajo
control, sino para estar mejor preparada cuando lo imprevisible llega.
Pomelo sigue haciendo lio, pero yo ya tengo un plan. Y si ese plan falla, tengo otro. Si todo falla tengo paciencia y un poco más de conciencia que antes. Y aunque no existe fórmula mágica para evitar el caos, ahora sé que anticiparse, observar y adaptarse pueden hacer una gran diferencia hasta con mi gato.
Fuente:
Lic. / Esp. Verónica Diana Pepe. Diseño, Gestión y Evaluación de Proyectos UNTREF – Unidad 7: “Análisis de Riesgo y Sensibilidad”.
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